N'écoute pas les idoles
Ayer noche, en Sidecar, había un chico sentado en una mesa. ¡Era idéntico a Kurt Cobain! Con su jersey de Freddy Krueger a rayas rojas y negras y todo. Pensando en él, me he acordado de este artículo de 2003. Lo publiqué en la revista Fake, en el número 3, subtitulado (in my room).
Dispararse una bala en la boca. Atiborrarse de barbitúricos. Cortarse las venas. Meterse una sobredósis de drogaína chunga. Pasearse por el peor barrio de la ciudad llevando una camiseta serigrafiada con la palabra PRINGAO bien visible. Suicidarse forma parte del ciclo vital de muchos ídolos. Casi podría decirse que lo llevan en la sangre (o en los genes). Lo de dejar un bonito cadáver para la posteridad sigue estando a la orden del día. Después, amigos, familiares, representantes y demás carroñeros con licencia oficial se encargan de sacar provecho de los despojos. Piensen en Kurt Cobain.
De Kurt se venden hasta los garabatos que hacía en una servilleta mientras hablaba por teléfono con el camello. La instantánea de su cuerpo frío tirado en el suelo forma parte de la memoria visual de millones de seres humanos. Esas zapatillas de deporte, esos rotos en el vaquero, ese desaliño tan cool. Me apuesto lo que sea a que, dentro de unos años, alguien utilizará esa fotografía en una campaña publicitaria. ¡Vuelve el grunge! ¡Me odio a mí mismo y quiero morir! Al final, la que cobrará derechos de imagen será Courtney Love, la viudísima alegre.
El culto al ídolo caído antes de tiempo ha dado lugar al nacimiento del fan asesino, una figura muy del siglo XX, ultrapop y conspiranoica a tope. Los anglosajones son los campeones del mundo de esta disciplina homicida. A John Lennon se lo cargó un admirador enfrente del Dakota Building, el edificio donde Roman Polanski rodó “La semilla del Diablo”. Jodie Foster se salvó por los pelos del ataque de un freak que la estuvo acosando durante años. Un orondo seguidor de Björk grabó en vídeo su propio suicidio como ofrenda de amor incondicional. ¿Qué tenían en común estos tres individuos? Su NORMALIDAD. Su ORDINARIEZ. Su ANONIMATO. Su FEALDAD. ¡Podrían ser mismamente vecinos nuestros!
Otra manera de cargarse a un ídolo es conocerlo en las distancias cortas. Pocos resisten el escrutinio. El 90 % de las groupies que se acuestan con estrellonas del rock acaban desencantadas de la escena musical, compartiendo cama, mimos y enganchadas de piercing con sus propias compañeras. A muchos ídolos les huele el aliento. Sudan y se tiran pedos. Peor aún: dicen tonterías. Yo, por si acaso, sólo soy amigo de famosos a los que conocí antes de que alcanzaran el éxito.
España es un país de ficciones crueles. Aquí, a los ídolos no se les mata, se les ridiculiza. Artistas que en los años 60 y 70 eran admirados y respetados, son ahora carnaza televisiva. El populacho pide sangre, apuntando con sus pulgares hacia la arena del circo mediático. Los cómicos catódicos han sido sustituidos por famosetes de quita y pon. Karina ya no es la adolescente feliz que brillaba bajo el sol con la mirada perdida en el Séptimo Cielo, cantando “El baúl de los recuerdos” o “No somos ni Romeo ni Julieta”, sino una perturbada peligrosa y entrada en carnes, que se enrolla con mariconazos para salir en las revistas del corazón. Nadie recuerda que Camilo Sesto ha compuesto 25 de las mejores canciones pop en castellano de todos los tiempos: resulta más sencillo burlarse de su pinta de espantapájaros cada vez que asoma el careto en “Crónicas Marcianas”.
En Francia, estas cosas no pasan. Françoise Hardy y Alain Bashung graban discos que se venden por miles, mientras Henri Salvador y Valérie Lagrange han sido rescatados por las nuevas generaciones. Serge Gainsbourg es Dios, y Jane Birkin, su profeta. Directores de cine veteranos, como Claude Chabrol, continúan en la brecha, rodando año tras año, experimentando, tocando los cojones, llamando la atención de las turbas cinéfagas más jóvenes. Allí, la obra artística pesa más que la anécdota biográfica, por muy cutre que ésta sea.
Mientras tanto, a este lado de los Pirineos, Luis García Berlanga chochea y Vicente Aranda filma “Carmen” con los ojos cerrados, dormido en su sillita de director respetable, ajeno al hecho de que Paz Vega se ha operado las tetas. Los listos de turno ya han crucificado a Álex de la Iglesia y Santiago Segura, dos seminovatos que ni siquiera han cumplido los 40. Antes, esos mismos listillos ya habían dejado de ir al cine a ver las pelis de Pedro Almodóvar. Mitos del humor de la era del destape, como Andrés Pajares y Fernando Esteso, se han transformado a su pesar en hermanos bastardos de Freddy Krueger. ¡Adúlteros! ¡Maltratadores! ¡Borrachos! ¡Cocainómanos! ¡Pervertidos!
La prensa rosa le ha usurpado el territorio a la crónica de sucesos. Un día de éstos, va a pasar algo muuuuuy malo. Al loro. Los ídolos españoles tienen los pies de barro. La gente les admira con mala intención. En cuanto se descuidan, pasan a ser caricaturas de sí mismos. Hace una década, este proceso degenerativo podía durar años; hoy, una estrepitosa caída desde la cumbre de la fama a lo más hondo del abismo se produce en menos de siete días. Sólo existe una forma de eludir el linchamiento popular: desaparecer dejando un bonito rastro. ¿Cómo? Fácil. Unos deciden confundirse con la masa anónima; otros, se quitan de enmedio haciendo el mayor ruido posible. Una de las formas de matar a un ídolo más crueles que existen es considerarlo demasiado viejo para ser adorado.
Mis amigos Isabel García y Pedro Berruezo, componentes del dúo electrónico Focomelos (tocan con una PlayStation), publicaban hace unos años el fanzine “Dejad que las niñas se acerquen a mí”, dedicado al culto de las estrellas infantiles más sexies. Una de las secciones fijas de la publicación era la necrológica: cuando alguna de las adoradas prelolitas crecía demasiado, se la consideraba simbólica, definitivamente, muerta. R.I.P.
En 1964, la pequeña e inconsciente loliteena gabacha France Gall (ver FOTO) estrenó nueva canción en un show televisivo de Jean-Pierre Cassel. Se titulaba “N’écoute pas les idoles” (“No hagas caso a los ídolos”). Letra y música de Serge Gainsbourg. La cosa va de una chica que le echa en cara a un chico su falta de atención. El chaval se pasa el día escuchando discos, aprediéndose de memoria letras que describen historias románticas sin consistencia. En el estribillo, ella se queja: “No hagas caso de los ídolos/Escúchame a mí/Pues yo soy la única que está loca/Loca por tí.”
Harta de la actitud pasiva de su objeto de deseo adolescente, en la última estrofa, la supernena toma una decisión drástica: “Tengo miedo y me resisto a ti/Ya sabes por qué/Soy consciente de lo que me juego/Quedándome a solas contigo/Sin embargo, iré a tu casa puesto que/Así están las cosas/Sólo para poder romper tus discos/Ya no podrás/Volver a hacerles caso a los ídolos/Así te darás cuenta de/Que yo soy la única que está loca/Loca por ti.”
1 comentario
toby -
Ahora que lo saca a relucir, al Aranda deberían restregarle por la cara La novia ensangrentada para que se acuerde de lo que era capaz de hacer. ¿Algún fan psycho se atreve a hacerle entrar en razón o algo peor? ¡A mi no me miréis, hijos de puta!
Recuerdo con amor el fanzine murciano que editaban los Focomelos, y sobre todo la reseña que le dedicó el Puto Krio en una de la mejores revistas del mundo, Invasión!, que si no recuerdo mal, empezaba diciendo: La pedofilia no es una enfermedad, hijos de puta. Yo crecí con toda esa mierda, ¡y mire cómo estoy! Usted tiene parte de culpa, ¡corruptor!
Qué tiempos aquellos. Sniff.
Cojonudo esto, por cierto, aunque se me pongan los pelos de punta.