Veranos de cine: Belle Epoque
Nabokov lo sabía: hay veranos de primitas al sol que calientan toda una vida. Belle Epoque, la película que obligó a Fernando Trueba a pronunciar la frase más ingeniosa de la historia de las ceremonias de entrega de los Oscar (aquella que le hacía un feo a Dios piropeando, de paso, a Billy Wilder), describe con motivación y sutileza uno de esos veranos inolvidables. Cuatro son las adolescentes guapas que le pegan un buen bocado en el corazón al protagonista, Jorge Sanz, siempre atento a los guiños del azar en su condición de prisionero en fuga hacia ninguna parte. Aleccionado por Fernando Fernán Gómez, que es un viejo verde que pinta cuadros en blanco, el chaval recibe su homenaje por cuadruplicado, descubriendo, de paso, el significado del carpe diem. El marco es una casa de campo con aire portugués, rodeada de minúsculos paraísos de verdura republicana propensos a la alegría zarzuelera. Allí se suceden los envites amorosos. A Maribel Verdú, una de las ninfas, le tiembla el trasero mientras solloza tumbada sobre su cama. Miryam Díaz Aroca se deja ir junto a la corriente de un río que va hacia la mar, que es el morir (aunque esté mal decirlo). Ariadna Gil, la más delgada, se disfraza de militar y se pinta un bigote con carbón para marcarle el ritmo en la entrepierna a su asustado galán, convenientemente ataviado de sirvienta por una noche (de carnaval). Antes de que termine la función, es la pequeña Penélope Cruz, con los ojitos rojos, la que esboza el mohín erótico definitivo, con una ingenuidad de ésas que desarman y encabritan al mismo tiempo. Tan amable y luminosa es la película, que se permite llegar al final justo cuando las cosas van a ponerse realmente feas. Un ruego: que nadie haga nunca la secuela.
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