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la verdadera identidad de pedro calleja

Veranos de cine: Belleza robada

Veranos de cine: Belleza robada Hay veranos que son como dormir la siesta encima de un hormiguero de besos. Bernardo Bertolucci, cineasta de tonos cálidos y ocultas intenciones, lo sabe. Más que una película, lo que le apetecía en esta ocasión era tomarse un respiro a la sombra de un árbol solitario plantado en medio de un recuerdo adolescente. Muchos críticos no le perdonaron el capricho y le retiraron el saludo. Allá ellos. La protagonista yanqui de su historia, Liv Tyler, toda morritos y piernas largas, viaja a la vieja Europa subida en un videoclip ultramoderno con alas. Nada más bajarse de las nubes, se pone colorada sabiéndose extranjera en tierra extraña. En la Toscana italiana, que es donde la reciben con los brazos abiertos, se respira un ambiente de retozo continuo, como de teleserie erótica de los años setenta. Las personas mayores se acuestan de madrugada y se levantan tarde. Contemplan cada anochecer pintándolo con la mirada. En medio de este grupo de veraneantes ricos, elegante en su imparable decadencia, Jeremy Irons interpreta a un caballero enfermo. Cuando nadie le presta atención, se entretiene jugando al escondite intelectual con la ingenua quinceañera. A cambio, ella trata de reordenar sus revoltosas hormonas haciéndose un lío. Del lío surge una tensión sexual que provoca no pocos equívocos. En el último rollo, encajada en un extraño limbo espaciotemporal, se celebra una fiesta de disfraces de lo más pedante, que deja paso al clímax amoroso del relato, resuelto a contraluz y adoptando la postura del misionero. Lo demás son retazos de estío —que no de estilo— envueltos en esteticismos de viejo verde. El más memorable quizás sea el chapuzón nudista de la bella Rachel Weisz en una piscina de aguas lentas.

Belleza robada (Stealing Beauty), de Bernardo Bertolucci. Inglaterra-Italia-Francia, 1996.

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